Nació con ello, a Indira no le alcanza la vida para hacer rayitas, lo tuvo claro desde muy chica… aunque la arquitectura le hizo algún guiño pasajero en la delicada hora de las decisiones vocacionales, continuó por el camino que había comenzado años atrás. De su abuelo José, excelso ebanista, heredó sin duda la devoción por el arte, pero sobre todo la admiración y el respeto por el artista, por la idea de hacer arte.
Y siguió dándole vuelo a sus manitas y las fue emparentando con los ojos, dotándolas primero de oficio y luego de maestría.
Las imágenes de Indira provienen de mundos tan profundamente crípticos como escandalosamente familiares. Ejerce su profesión con la disciplina de un atleta de alto rendimiento. Pinta, por supervivencia, a sabiendas de que todo, absolutamente todo, depende ello.
Su proceso comienza con una profunda crisis creativa en la que se cae el universo… lo que importa es el color.
Bruno Mandariaga